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«La temperatura rebasó los cuarenta grados bajo cero. La nieve era azul, la frontera entre la tierra y el cielo se desvaneció. El sol, despojado de su esplendor, privado de su brillo, languidecía en la miseria proletaria. El intenso frío absorbió todo calor vivificante y sólo quedaron el fuego, el amor y trescientos gramos diarios de pan rancio para alejarnos de la muerte.» En las entrañas del sistema represivo soviético, en la gélida Siberia de los gulags, un niño trata de serlo conservando el entusiasmo por la vida que la vida le niega. Porque la muerte triunfa en torno a él. A pesar de ello, a despecho de cárceles y desapariciones, el joven Petia, condenado a la madurez antes de cumplir diez años, logrará espantar el miedo o desarmar el espanto apoyado en una fe inquebrantable y, sobre todo, en la fuerza cálida de la poesía. El recuerdo de una época feroz irrumpe así en la novela menos ficticia. Y la desborda. Y la ennoblece. Porque la ficción logra a veces reflejar todas las aristas de la barbarie si también consigue recortarlas contra el fondo de lo indeleblemente humano. Entonces nos redime.