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Ante el telón de fondo de un Nueva York difuminado y abstracto, Gasolina empieza con una sucesión de ráfagas de la vida de Heribert, un pintor en la cumbre de una fama conquistada a codazos. Lo descubrimos un primero de enero, entre las sábanas del lecho de su amante, con la vaga impresión de que, además del año, ha cambiado la mirada con la que observaba el mundo. Por primera vez en la vida, pierde las ganas de pintar. Aburrido, se duerme mientras hace el amor, se pasea por cócteles y parties y descubre que Helena –que es, a la vez, su mujer y su galerista– le engaña con un pintor novato, y se en-cuentra desarmado a la hora de seducir a una adolescente. Mientras tanto... «Qué extrema lucidez la de Monzó diseccionando con fe-rocidad las mentiras del quehacer de nuestros días» (Juana Salabert, El Mundo); «Como Nabokov, Monzó tiene el virtuosismo que permite jugar a la desesperada con las palabras y el aguijón de dolor que atraviesa la máscara de los chistes más brillantes» (P. Lepape, Le Monde).