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Cuando baja el telón, el espectador de 'Bodas de sangre' siente que ha asistido a la representación de un rito antiquísimo y renovado, casi a un sacrificio, cuyo significado último es simple y terrible: el amor más intenso solo es posible a costa de la vida; quienes se ven envueltos en el torbellino del amor acaban siendo sus víctimas. En 'La casa de Bernarda Alba' no hay cabida para los buenos sentimientos. La dictadura de la madre ha envenenado la convivencia para siempre. La obra se cierra, como se abrió, con un luto: "¡Nos hundiremos todas en un mar de luto!", "ella, la hija menor de Bernarda Alba, ha muerto virgen". La dictadora es incapaz de aceptar que la realidad, a su alrededor, siga un curso distinto del que ella le ha marcado. Es necesario seguir fingiendo que allí no ocurre nada anormal, que nada ha perturbado, ni con su cara risueña -el hijo que probablemente esperaba Adela- ni con su cara oscura -el suicidio-, el orden impuesto por la autoridad indiscutible.